Relatos góticos de Emilia Pardo Bazán: LA RESUCITADA (adaptado)

16.10.2022

En los días previos a la noche de difuntos (Halloween) me gusta llevar al aula algunas historias de miedo. Más que evaluar una tarea, trato de leer por el placer de leer con lecturas distintas. Intentamos saborearlas y llenar la clase del ambiente misterioso de estas fechas, algo que el alumnado suele agradecer. He empezado a profundizar en los cuentos de Emilia Pardo Bazán, con historias ideales para este fin. Uno de ellos es La resucitada. He adaptado el texto para acercarlo a los jóvenes, aunque al final tenéis un enlace a un documento con este relato, entre otros de distintas temáticas.

La resucitada de Emilia Pardo Bazán

Ardían cuatro velas soltando cera. Un murciélago volaba tras descolgarse de la bóveda. Una pequeña sombra negra se deslizó entre las losas. En ese instante, Dorotea de Guevara, en su lecho de muerte, abrió los ojos.

Sabía que no estaba muerta, pero algo le impedía ver y hablar. Oyó y percibió como si estuviera en un sueño lo que hicieron con ella al lavarla y amortajarla. Escuchó gritar a su esposo y sintió las lágrimas de sus hijos sobre las mejillas blancas. Ahora, en la soledad de la iglesia cerrada, recobraba el sentido y estaba sobrecogida de espanto. No era pesadilla, sino realidad. Estaba envuelta en un sudario blanco, en el pecho tenía el escapulario de la Merced.

Se incorporó, sintió la alegría de existir. Vivía. ¡Qué bueno es vivir, revivir, no caer en el pozo oscuro! La idea deliciosa de volver a su dulce hogar oyendo el regocijo de los que la amaban y ahora lloraban hizo latir su corazón. Sacó las piernas del ataúd, saltó al suelo e inició su plan. Pedir ayuda sería inútil porque nadie la escucharía y no quería esperar al amanecer en la iglesia temerosa por los espectros y el sonido doliente de las ánimas en pena. Tenía otro recurso: salir por la capilla del Cristo.

Aquella capilla pertenecía a su familia. Dorotea, alumbrada por una lámpara de plata, rezó a Nuestro Señor de la Penitencia y pidió encontrar puestas las llaves. Y las palpó, allí estaba el manojo. Pudo abrir la verja, la cripta, a la que se descendía por una escalera de caracol, y la portezuela oculta entre las tallas del retablo que daba a un callejón frente a la fachada de la enorme casa de los Guevara. Dorotea se vio fuera de la iglesia, estaba libre y a solo diez pasos del hogar de su familia. Llamó a la puerta y, al tercer aldabonazo, oyó ruido dentro de la vivienda. Resonó la voz del escudero Pedralvar refunfuñando:

-¿Quién? ¿Quién llama a estas horas?

-Abre, Pedralvar, por tu vida... ¡Soy tu señora, soy doña Dorotea de Guevara!... ¡Abre!

-Váyase, borracho... ¡Si salgo, a fe que acabo con su vida!...

-Soy doña Dorotea... Abre... ¿No me conoces en el habla?

Pedralvar enronqueció por el miedo. En vez de abrir, subió la escalera. La resucitada volvió a pegar en la puerta. La casa, hasta entonces silenciosa, pareció reanimarse, corrió el terror del escudero y se escucharon taconazos, carreras y cuchicheos. El portón se abrió y un chillido agudo salió de la boca de la doncella, que dejó caer de golpe el candelabro que sostenía. Estaba frente a su señora, la difunta, a la cual habían dado sepultura.

Pasó el tiempo y Dorotea, vestida de terciopelo, adornada de perlas y sentada entre almohadones junto a un ventanal, recordaba que su esposo, Enrique de Guevara, también chilló y retrocedió al reconocerla. No fue de gozo, sino de espanto. Incluso sus hijos, Clara de once años y Félix de nueve, habían llorado del susto cuando vieron a su madre retornando de la sepultura. Lloraron más que tras su muerte. ¡Ella creyó que sería recibida entre exclamaciones de intensa felicidad! Cierto que días después se celebró una función con parientes y allegados dando las gracias por el singular suceso que les devolvía a la esposa y a la madre. Pero Dorotea pensaba en otras cosas.

Desde su vuelta al palacio, disimuladamente, todos le huían. El soplo frío de la cripta parecía flotar alrededor de su cuerpo. Mientras comía, notaba la mirada de los sirvientes y de sus hijos. Cuando movía sus manos o acercaba a sus labios secos la copa de vino, todos parecían estremecerse. Si intentaba jugar con los chiquillos, estos evitaban el contacto. Al anochecer, si Dorotea se cruzaba con Clara en el comedor del patio, la criatura huía al modo en el que se huye de una maldita aparición. Por su parte, el esposo no había vuelto a abrazarla. Dorotea se arreglaba, se maquillaba y se perfumaba, pero al trasluz se transparentaba el tono amarillento de la piel y el peinado de la muerte. Entre los perfumes, sobresalía el vaho húmedo de los panteones. Hubo un momento en el que acarició a su esposo, Enrique se dejó abrazar, pero en sus ojos mostró horror, haciendo que Dorotea leyera una frase que retumbó en su cerebro: "De donde tú has vuelto no se vuelve".

Y tomó la decisión. Debía hacerlo en secreto. Se hizo con el manojo de llaves de la capilla y mandó fabricar otras iguales. Una tarde salió sin ser vista, cubierta con un manto. Entró en la iglesia, se escondió en la capilla del Cristo y, cuando el sacristán cerró el templo, Dorotea bajó lentamente a la cripta alumbrándose con un cirio. Abrió la mohosa puerta, cerró por dentro, apagó el cirio con un pie y se tendió.


Fuente del texto: Cervantes virtual

Texto adaptado por Javier Lara

Foto de Alain Frechette pexels.com


¿Y después?

Tras la lectura, se puede iniciar una tertulia entre el alumnado sobre sus impresiones, la protagonista, el tema, el contexto, sobre la figura de Emilia Pardo Bazán o en torno a otras historias relacionadas con los muertos.

Puedes acceder a este cuento en su versión original y otros relatos de Emilia Pardo Bazán en una recopilación en PDF que hizo el IES Valle-Inclán de Pontevedra. ENLACE AQUÍ

Además, hay varias publicaciones editoriales centradas en los relatos góticos y de terror.

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