Relatos cortos de Navidad: no dejes de leer cuentos de Navidad

08.12.2022

La Navidad es una época ideal para las buenas historias. Escritores de distintas épocas y nacionalidades han escrito cuentas de Navidad. En la literatura española hay autores como Emlia Pardo Bazán o Leopoldo Alas "Clarín" que tienen cuentos navideños. No obstante, en esta entrada de relatos de Navidad he optado esta vez por la nobel italiana Grazia Deledda, el también nobel español, Jacinto Benavente, la francesa Sidonie-Gabrielle Colette, un clásico de estas fechas como Dickens, Rubén Darío y un relato breve de una selección de Zenda Libros. Creo que son buenas lecturas para el segundo ciclo de la ESO y Bachillerato.

Un relato de Navidad propio: La espera

Antes de comenzar con los relatos de escritores clásicos, te propongo que leas este relato escrito por mí. Su título es La espera y habla de pasar fuera parte de las fiestas, hijos, padres, hospitales y una noche de Reyes muy especial. Introduce tus datos y lo recibirás en tu correo electrónico en PDF.

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El regalo de Navidad

Grazia Deledda

Los cinco hermanos Lobina, todos ellos pastores, dejaron la majada para ir a su casa a pasar la Nochebuena en familia. Aquel año, la fiesta tendría un carácter excepcional, porque su única hermana iba a casarse con un mozo de muy buena posición. El novio, como es costumbre en Cerdeña, tenía que enviar un regalo a su prometida y pasar con ella la fiesta. Los cinco hermanos pensaron también en hacerle un regalo a su hermana, aunque sólo fuese para dar a entender al futuro cuñado que, si no tan ricos como él, eran, en cambio, fuertes y estaban estrechamente unidos. Así pues, enviaron por delante al benjamín, a Felle, un guapo chico de once años, con grandes ojos y suave mirar, vestido de pieles de oveja como un pequeño San Juan Bautista que llevaba a la espalda un zurrón y dentro de él un lechón recién sacrificado para servirlo en la cena.

La nieve cubría toda la comarca; las oscuras casas se destacaban en la montaña como si estuviesen dibujadas en una blanca cartulina; la iglesia, levantada sobre un terraplén sostenido por peñascos, aparecía rodeada de árboles cargados de nieve, de sus ramas colgaban los carámbanos, parecía uno de esos edificios que la fantasía ve dibujado en las nubes. Reinaba en todo el lugar el más profundo silencio, como si sus habitantes estuviesen sepultados bajo la nieve. En la calle que conducía a su casa, Felle no distinguía sobre la nieve más que las huellas de unos pies de mujer y se entretenía pisando sobre ellas hasta que éstas desaparecieron, precisamente delante de la verja de madera del corral que su familia compartía con otra, también de pastores, más pobres aún que ellos. Las dos chozas, que comunicaban por el corral, se parecían como dos hermanas: por los techos salía el humo y a través de las grietas de las puertas se filtraba la luz. Felle silbó para anunciar su llegada, y enseguida se asomó a la puerta de los vecinos una muchacha con la cara enrojecida por el frío y los ojos chispeantes de alegría.

-¡Bienvenido, Felle!

-¡Bien hallada, Lía! -exclamó él, devolviéndole el saludo; y se acercó a la puerta por la que salía el humo de un gran fuego encendido en el hogar, en el centro de la cocina.

En torno a la lumbre se hallaban sentadas las hermanitas de Lía. La mayor, para tener contentas a las más pequeñas, repartía unas pasas mientras cantaban villancicos.

-¿Y qué traes ahí? -preguntó intrigada Lía, palpando el zurrón de Felle.

-Un cerdito.

-También la criada del prometido de tu hermana ha traído su regalo. Buena fiesta va a haber en vuestra casa.

Añadió con una mal disimulada envidia que pronto se transformó en una sonrisa maliciosa:

-También la habrá en la nuestra.

Felle le preguntó de qué fiesta se trataba, pero Lía no quiso decírselo y le dio con la puerta en las narices. El muchacho atravesó el corral para entrar en su casa. Allí olía, de veras, a fiesta: era el olor de las tortas de miel, cocidas al horno, y de los dulces preparados con cáscara de naranja y almendras tostadas. A Felle se le hacía la boca agua; le parecía estar ya comiendo aquellas cosas tan buenas.

Su hermana, alta y delgada, llevaba el traje de fiesta: justillo de brocado verde y falda de colores negro y rojo. Enmarcaba su pálida cara un pañuelo de seda floreado y sus pies calzaban zapatos bordados con

flecos. Parecía un hada. Su madre, en cambio, vestida de negro por su reciente viudez, también pálida, severo el rostro y gesto altivo, hubiese podido recordar la figura de una bruja, a no ser por la gran dulzura de sus ojos, que tanto se parecían a los de Felle. Éste sacó del zurrón el lechoncito sonrosado y, después de entregárselo a su madre, quiso ver lo que el novio había enviado como regalo. Era un lechón mayor, casi un cerdo; pero el suyo era más tierno y sin grasa... Sin duda sería más sabroso a la hora de comerlo.

«Pero ¿qué fiesta podrán hacer nuestros vecinos si no tienen más que unas pocas pasas, mientras que nosotros tenemos estos dos lechones, las tortas y los dulces?», se decía Felle para sí, enojado como estaba porque Lía, después de casi llamarle, le había dado con la puerta en las narices sin ninguna contemplación.

Luego llegaron los otros hermanos, dejando en la cocina las huellas de sus zapatones llenos de nieve y saturando el ambiente de olor a campo. Eran todos mozos fornidos y guapos, de ojos negros y barba negra también. Llevaban los chalecos apretados como una coraza y encima, las mastrucas.

Cuando más tarde entró el novio, se pusieron todos de pie junto a la hermana, como formando una especie de guardia de honor alrededor de su delicada figura. Se habían levantado, no por el joven, que era un muchacho bueno y más bien tímido, sino por el hombre que le acompañaba. Éste era el abuelo del novio, ochentón, pero aún erguido y robusto. Vestía de paño y terciopelo, como un hidalgo medieval, y cubría sus fuertes piernas con polainas de lana. El anciano que, de joven combatió por la independencia de Italia, hizo a los cinco hermanos el saludo militar y pareció que les pasara revista. Al anciano se le destinó el sitio de preferencia, junto al hogar. Fue entonces cuando, entre los botones de su guerrera, se vio brillar en su pecho la antigua medalla del mérito militar. La novia le dio de beber el primero, y después al novio. Éste, al tomar en sus manos el vaso, puso sigilosamente en las de ella una moneda de oro. Ella le dio las gracias con una expresiva mirada y, sigilosamente, mostró la moneda a su madre y a los hermanos por orden de edad, mientras les ofrecía los vasos llenos. El último, naturalmente, fue Felle, quien, en broma, hizo ademán de quedarse con la moneda, pero la novia cerró la mano con un gesto de amenaza: antes se habría dejado quitar un ojo de la cara. El viejo levantó el vaso, brindando por la salud y la felicidad de todos, y todos respondieron a coro. Después se pusieron a rivalizar de una forma muy original, esto es, cantando. El viejo era un hábil poeta que improvisaba canciones, y también el hermano mayor de la novia tenía esta habilidad. Entonaban ambos una serie de octavas apropiadas a aquellos momentos. En cuanto a los demás, escuchaban, hacían coro y no paraban de aplaudir. Fuera sonaron las campanas tocando a misa.

Ya era la hora de empezar a preparar la cena. La madre, ayudada por Felle, cortó los jamones a los dos cerdos y tres de ellos los clavó en largos asadores, sujetando fuertemente sus mangos en el suelo.

-El que queda se lo voy a regalar a nuestros vecinos -dijo a Felle-; también ellos tienen derecho a gozar de la fiesta. Felle, contento, agarró por la pata el hermoso y gordo jamón y salió con él al corral.

Era una noche glacial, pero serena, y de pronto pareció como si la aldea hubiese despertado en medio de aquella fantástica claridad de nieve. Por doquier se oía el tañido de las campanas, cantos y griterío.

En cambio, en la choza del vecino nadie chistaba; las niñas, agazapadas en torno al fuego, parecían dormidas, esperando en sueños un regalo maravilloso. Al entrar Felle se despabilaron y miraron el jamón que él agitaba en el aire como si fuese un incensario, pero no abrieron la boca; no, no era aquél el regalo que esperaban. Bajó Lía corriendo del cuarto de arriba, tomó sin cumplidos el regalo y a las preguntas de Felle contestó con impaciencia:

-Madre está indispuesta y padre ha salido a comprar una cosa muy bonita. Márchate.

Felle se volvió y entró pensativo en su casa. Allí no había misterios ni enfermos; todo era vida, movimiento y alegría. Jamás había pasado una Nochebuena tan feliz, ni siquiera en vida del padre. Sin embargo, Felle se sentía en el fondo algo preocupado pensando en la extraña fiesta que se iba a celebrar en casa de los vecinos.

Al tercer toque de misa, el abuelo del novio golpeó con el bastón en lapiedra del hogar y ordenó:

-¡Hala, muchachos!, ¡en fila!

Todos se levantaron para asistir a misa.

En casa no quedó sino la madre para cuidar de los asadores, a los que daba lentamente vueltas junto al fuego para que se asara bien la carne de lechón. Así pues, los hijos, los novios y el abuelo, que parecía el jefe de la comitiva, partieron en dirección a la iglesia. La nieve dificultaba sus pasos, en todas las esquinas aparecían figuras encapuchadas, con faroles en las manos, que proyectaban a su alrededor sombras y luces fantásticas. Se intercambiaban saludos y se golpeaban las puertas cerradas llamando a todo el mundo a misa.

Felle andaba como dormido y no tenía frío; los árboles blancos por la nieve, que rodeaban la iglesia, le parecían almendros en flor. Bajo su lanuda pelliza se sentía caliente y feliz como un corderito al sol de

mayo. Sus cabellos, húmedos por el aire de nieve, se le antojaban briznas de hierba. Pensaba en todas las cosas que iba a comer al salir de misa, en su casa caldeada por el fuego del hogar, y recordando que Jesús iba a nacer en un frío establo, desnudo, se le llenaban los ojos de lágrimas y deseaba cubrirle con su ropa y llevárselo a casa.

En el interior de la iglesia parecía primavera; el altar estaba adornado con ramas de madroño, con sus rojas bayas, mezcladas con mirto y laurel; la luz de los cirios brillaba entre el follaje y dibujaba las sombras de éste en las paredes, como en las tapias de un jardín. En una de las capillas se levantaba el Belén, con una montaña hecha de barro y revestida de musgo. Los Reyes Magos iban despacio por un escarpado sendero y un cometa de oro les alumbraba el camino. Todo era hermoso y se respiraba alegría. Los poderosos Reyes descendían de sus tronos para ofrecer su amor y sus riquezas al hijo de un

carpintero, nacido en un establo. La sangre de Cristo, muerto por la salvación de los hombres, caía sobre los matorrales y se abrían los capullos de las rosas, caía sobre los árboles y maduraban las frutas.

odo esto se lo había enseñado su madre a Felle, y así era en verdad.

-Gloria, gloria -cantaban los sacerdotes en el altar, y el pueblo contestaba:

-Gloria a Dios en las alturas.

-Y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad.

Felle cantaba también y sentía que esta gloria que le llenaba el corazón era un bello regalo que Jesús le hacía en esa noche.

Al salir de la iglesia sintió un poco de frío, porque había estado todo el tiempo de rodillas en el suelo desnudo; pero no perdió su alegría. Al sentir el olor de asado que salía de las casas, ahuecaba sus narices como un perrillo hambriento y echó a correr para llegar a tiempo de ayudar a su madre en los preparativos de la cena. Pero ya estaba todo a punto; la madre había extendido en el suelo un mantel de lino encima de una estera de junco, con otras esterillas alrededor. Conforme a la antigua usanza, había puesto fuera, bajo el tejado del patio, un plato de carne y un vaso de vino hervido en el que sobrenadaban unas tiras de piel de naranja para que el alma de su marido, si volvía a este mundo,

tuviese con qué aplacar el hambre.

Felle fue a verlo y puso el plato y el vaso a mayor altura para nprotegerlos de la voracidad de los perros vagabundos, y miró nuevamente hacia la casa de los vecinos. Se veía aún luz en la ventana, pero todo

estaba en silencio: el padre no debía de haber vuelto todavía con su misterioso regalo.

Felle entró en su casa, donde ya comenzaban a cenar. En el centro de la mesa había una pequeña torre de tortas redondas que parecía de marfil: cada uno de los comensales se inclinaba hacia

adelante y tomaba una de ellas. El asado, cortado en gruesas lonchas, estaba colocado en unas grandes bandejas de madera y barro. Cada comensal se servía por sí mismo según su apetito.

Felle, sentado junto a la madre, tomó por su cuenta una bandeja entera y comió sin preocuparse de otra cosa. El crujido de la tostada piel del lechón ahogaba la conversación de los mayores, que no le interesaba en absoluto, y su pensamiento volaba lejos. Pero cuando llegó a la mesa la dorada torta, caliente como el sol, y aparecieron en torno a ella los dulces en forma de corazones, pájaros, frutas y flores, le impresionó tan vivamente que cerró los ojos y abrazó por detrás a su madre. Ella creyó que el chico lloraba, pero era todo lo contrario: reía de puro contento.

Ya harto, sintió deseos de moverse y pensó nuevamente en sus vecinos: ¿qué estarían haciendo?, ¿habría ya regresado el padre con el regalo? Una invencible curiosidad le llevó otra vez al corral para espiar. La puerta estaba entornada y vio a las niñas alrededor del hogar, mientras el padre asaba la pierna del lechón, el regalo que él les había llevado. Pero el regalo comprado por el padre, ¿dónde estaría?

-Ve arriba y lo verás -le dijo el hombre, adivinando su pensamiento. Felle entró, subió la escalerilla de madera y en el cuarto de arriba vio a la madre de Lía amodorrada en la cama de madera, y a ésta, de rodillas frente a un canasto.

Dentro del canasto, entre calientes pañales, había un niño recién nacido, una hermosa criatura colorada, con abundantes rizos y los ojos ya abiertos.

-Es nuestro primer hermanito -murmuró Lía-; mi padre lo ha ido a comprar a medianoche, mientras las campanas tocaban a gloria. Éste es el regalo que Jesús nos ha hecho esta noche.


Nochebuena aristocrática

Jacinto Benavente

Después de la misa del Gallo celebrada en el oratorio y oída con más recogimiento que una comedia de teatro antiguo en lunes clásico, los invitados de la marquesa de San Severino pasaron al comedor.

La fiesta era de pura intimidad; la marquesa había limitado la invitación a las personas más allegadas de su familia y a unos pocos amigos predilectos.

Entre todos no pasaban de quince.

-La Nochebuena es una fiesta de familia. Todo el año vive uno de esperanzas, abierto el corazón al primero que llega; hoy quiero recogerme en los recuerdos: sé que todos ustedes me acompañan esta noche porque me quieren de verdad, y yo a su lado me encuentro muy dichosa.

Los invitados asintieron graciosamente al cumplido.

-¡Ya lo creo! ¿Dónde mejor podía pasarse la señalada noche?

-Así, así, pocos y buenos.

-¡Ilfaut serrer les rangs, querida marquesa!

-¡Home, sweet home!

Y, rebosantes de expansiva satisfacción, dispusiéronse a celebrar con alegría la Noche que, según el poeta, «Envidia dar pudiera / al más luciente día».

Pero, a pesar de tan propicia disposición, lo cierto es que todos parecían tristes y preocupados, como si estuvieran con el alma en donde quisieran estar en cuerpo y alma.

El saque de la conversación correspondió, como siempre, al insigne Manolo Borines; pero perdió el tanto de salida, sin peloteo. Secundó con más fuerza, apuntando una historia escandalosa y tampoco le atendió nadie. Desalentado, desistió de su empeño y llamó a los criados para que le sirvieran por segunda vez de un exquisito turbot con salsa deppoise.

La conversación desmayaba y caía a cada paso, mal sostenida por lugares comunes y frases de ocasión, sin espontaneidad y sin gracia. La risa no era franca ni sonora; parecían desgarraduras dolorosas y terminaban en un ¡ay! como aliviador suspiro. No había duda; neblina de tristeza nublaba el ambiente. Era como una obligación aparentar regocijo y nadie reflejaba siquiera cortés agrado. ¡Pobre marquesa! ¡Ella, que, según frase de revisteros, poseía como nadie el don encantador de que las horas parecieran minutos en su casa! Bien asegura la superstición vulgar que la noche del nacimiento del Hijo de Dios nada pueden maleficios y encantos. Porque no se hallaban encantados, ciertamente, los invitados de la marquesa. Ella, con su bondad confiada, había creído que pasarían una noche agradable a su lado, y ellos, por no desairarla estaban allí, forzados por los deberes sociales, estaban allí... y con el pensamiento muy lejos. Con quien y sin quien, porque cada uno, por su voluntad, por su gusto, habría pasado la Nochebuena en otra parte, donde le llamaban o el amor o el capricho, o la diversión, la virtud o el vicio, un móvil cualquiera, pero más atractivo, más fuerte que la cortesía social, y así pensaba cada uno, el marqués de San Severino, el dueño de la casa, esposo tranquilo de la bondadosa marquesa, el primero:

-¡Qué ocurrencia la de mi mujer! ¡Me aburren estas fiestas de familia! Tener que estar aquí toda la noche, sentado entre mi tía, la venerable condesa de Encinar del Valle, y Josefina Montero, prima carnal, es decir, prima ósea de mi mujer. ¡Porque cuidado si está delgada! En cambio, mi tía... ¡Para cuándo son los empréstitos! ¡Qué aburrimiento! Mi tía sólo habla de comer y de beber, y la primita... de arder. La una dice que el escaparate de Lhardy está hermoso estos días; la otra dice que Paul Bourget se amanera, que prefiere a Paul Hervieu. ¡Me vuelven loco! A estas horas estarán cenando en casa de la Chipilina. ¡Allí sí que se divertirán! ¡Si esta gente tuviera la feliz ocurrencia de marcharse temprano!

Así monologaba el dueño de la casa, el ilustre marqués de San Severino, y la primita espiritual, a su vez, pensaba:

-¡Qué idea la de mi prima! ¡Noche más aburrida! Mi primo es un bárbaro, no se le puede hablar de nada. A estas horas estará Federico en casa de los Vivares. Allí sí que me hubiese ido yo de muy buena gana... ¡Pero la familia!... ¡Si Pilar hubiera sabido que yo no venía a su casa por ir a casa de los Vivares!

La marquesa de Encinar del Valle, grosse gourmande, opinaba como el sacerdote de la Bella Helena que en la mesa de sus sobrinos había trop de fleurs y, en cambio, el menú dejaba mucho que desear. Muy artístico el espejo con marco de orquídeas, violetas y lilas blancas, muy caprichosa la góndola de porcelana de Sevres, y los pastorcitos de Watteau mirándose en el espejo como en un lago amoroso del país azul de citerea, pero los filets de volaille eran abominables.

La verdad, hubiera sido mejor ir al réveillon de Mistress Bryan. Allí sí se comía.

La condesita de Robledal, figura elegantísima, de una raza soñada, exótica en todas partes como una quimera de artista, pensaba... en lo imposible; en una cita misteriosa con un ser ideal, en poesía sin palabras y en música sin sonidos, como los amores que ella soñaba, sin caricias, sin besos, aroma purísimo de flores inaccesibles. ¡Triste condesita! ¡Cuántos tropezones había dado por ir mirando arriba! Aquella noche misma en que con qué poco hubiera forjado un ideal, como una niña que con un pedazo de trapo forma un muñeco y en él pone ternuras de madre. El trapo con que había formado su último muñeco dormiría a la hora aquella o quizás estaría de cena con sus compañeros, en el cuarto de oficiales de un cuartel de húsares, pero de húsares de Pavía, con uniforme de color de cielo..., y allí, allí estaba fijo el pensamiento de la marquesita soñadora mientras cenaba desentendida de cuanto la rodeaba.

A su lado, Manolo Borines, con la cara congestionada y la expresión de vaguedad idiota del predestinado al reblandecimiento, pensaba, como el marqués en la Chipilina, en la juerga que habría en aquella casa y lo gustoso que se hallaría en ella. ¡Digo! ¡Qué mujeres! ¡La francesa había prometido bailarles unquadrille con el grand eccart; seis mil francos se había gastado en dessous para la circunstancia! ¡Y perder aquello por cumplir con la marquesa! De reojo miraba al marqués, como si quisiera decirle: si esto concluyera pronto, podríamos hacer una escapada; el marqués lo comprendía y miraba el reloj impaciente.

Paco Noguera, literato de salón protegido de los marqueses, que le costeaban las ediciones de sus poesías, pensaba con tristeza en sus hermanas, dos pobres muchachas que sufrían en casa mil privaciones, mientras él brillaba en fiestas y en veladas aristocráticas. Dos tristes vidas sacrificadas para que él luciera; ellas planchaban con mil afanes las camisolas limpísimas del hermano; ellas vestían unas faldillas pardas y no podían salir a la calle bien abrigadas para que él vistiera un frac bien cortado y se abrigara con gabán de pieles, y el poeta, brillante luz sostenida por el pábilo consumido de dos existencias sacrificadas, pensaba en ellas con remordimiento, pensaba en la cena miserable de sus pobres hermanas.

Lola Montero pensaba en que Isidoro Torres cenaría en casa de la condesa de Fondelvalle, y en que la condesa quería casarle a toda costa con su hija..., y en que ella debía estar allí o Isidoro en casa de los de San Severino, y los nervios desbocados no la dejaban sosegar ni atravesar bocado... Y así todos, con el pensamiento lejos y el alma donde quisieran haber estado en cuerpo y alma.

Y la dueña de la casa, tan satisfecha de ver reunidas a su alrededor a las personas de su cariño. Sólo dos le faltaban: su hermana, la marquesa del Robledal, venerable señora, consagrada por entero a la devoción, una santa, una verdadera santa, y otra... de quien no quería acordarse, su cuñadito, el condesito de Santa Elena..., de quien más valía no hablar... Pasaría la Nochebuena rodeado de toreros y perdidos en algún colmado, ése estaba fuera de la sociedad... y de todo.

La marquesa, en su bondad placentera, no podía pensar que las dos personas que faltaban a su mesa aquella noche eran las dos únicas personas felices. Una por sublime virtud, otra por los vicios más abyectos, eran las únicas que rompían la monotonía vulgar de la vida, las únicas que dejaban sobresalir su propia vida sobre la vida impuesta por los demás, sacrificada a las conveniencias sociales.


Ensueño de año nuevo

Colette

Las tres volvemos a casa empolvadas, yo, la pequeña doga y la perra de pastor flamenca. Ha nevado en los pliegues de nuestras ropas. Yo llevo charreteras blancas; en la cara chata de Poucette se funde un azúcar impalpable, y la perra de pastor centellea toda, desde su puntiagudo hocico a su cola semejante a una cachiporra.

Salimos para contemplar la nieve, la verdadera nieve y el verdadero frío, rarezas parisienses, ocasiones, casi imposibles de encontrar, de final de año. En mi barrio desierto, corrimos como tres locas, y las fortificaciones hospitalarias, las calumniadas «fortis» presenciaron, desde la avenida de Ternes al bulevar Malesherbes, nuestra jadeante alegría de perros en libertad. Nos inclinamos, de lo alto del talud, sobre el foso que colmaba un crepúsculo violáceo agitado por torbellinos blancos; contemplamos Levallois negro salpicado de luces rosadas, detrás de un velo tejido con miles y miles de moscas blancas, vivas, frías como flores deshojadas, que se derruían en los labios, en los ojos, suspendidas por un momento las pestañas, del vello de las mejillas. Arañamos con nuestras diez patas una nieve intacta, fiable, que huía bajo nuestros pies con un acariciador crujir de tafetán. Lejos de todos los ojos, galopamos, ladramos, comimos la nieve al vuelo, saboreamos su dulzura de sorbete avainillado y polvoriento.

Sentadas ahora frente a la ardiente rejilla las tres callamos. El recuerdo de la noche, de la nieve, del viento desencadenado detrás de la puerta, se funde lentamente en nuestras venas y vamos a deslizarnos en ese sueño repentino, recompensa de las largas caminatas.

La perra de pastor, que humea como un baño de pies, ha recobrado su dignidad de loba amaestrada, su seriedad falsa y cortés. Escucha, con una oreja, el susurro de la nieve a lo largo de las persianas cerradas, con la otra acecha el tintineo de las cucharas de la antecocina. Su nariz afilada palpita, y sus ojos color cobre, abiertos, fijos en el fuego, se mueven incesantemente, de derecha a izquierda, de izquierda a derecha, como si estuviera leyendo. Yo estudio, un poquito recelosa, a esa recién llegada, esa perra femenina y complicada que guarda bien, ríe raramente, se conduce como persona sensata, con una impenetrable mirada. Sabe mentir, robar; pero grita, sorprendida, como una jovencita asustada, y casi enferma de emoción. ¿Dónde adquirió, esa lobita de bajas caderas, esta hija de las tierras valonas, su odio hacia la gente mal vestida y su reserva aristocrática? Le ofrezco un puesto en mi hogar y en mi vida, y quizás, ella que ya sabe defenderme, me amará.

Mi pequeña doga de corazón infantil duerme, reventada de sueño, con fiebre en el hocico y las patas. La gata gris no ignora que nieva, y desde la hora del almuerzo no he vuelto a verle la punta de la nariz, hundida en el pelo de su vientre. Heme aquí una vez más, como al principio del otro año, sentada frente a mi hogar, a mi soledad, frente a mí misma.

Un año más... ¿Para qué contarlos? Este primero de año parisiense no me recuerda nada de los días de Año Nuevo de mi juventud. ¿Quién podría devolverme la pueril solemnidad de los días de Año Nuevo de antaño? Mientras yo cambiaba, cambió para mí la forma de los años. El año ya no es ese sendero serpenteante, esa cinta desenrollada que de enero ascendía a la primavera, subía, subía al verano para florecer en llanura serena, en prado ardiente recortado de sombras azules, salpicado de deslumbrantes geranios, luego descendía a un otoño oloroso, brumoso, que exhala aroma a marjal, o fruta madura y caza, luego se internaba en un invierno seco, sonoro, espejeante de lagunas heladas, de nieve rosada bajo el sol... Después la cinta ondulada se precipitaba, vertiginosa, hasta romperse en seco, frente a una fecha maravillosa, aislada, suspendida entre los dos años como flor de escarcha: el día de Año Nuevo.

Una niña muy amada, entre unos padres que no eran ricos, y que vivía en el campo entre árboles y libros y que no conoció ni deseó costosos juguetes; he aquí lo que veo al inclinarme esta noche sobre mi pasado. Una niña supersticiosamente encariñada con las fiestas de las estaciones, con las fechas señaladas por un regalo, una flor, un pastel tradicional. Una niña que por instinto ennoblecía paganamente las fiestas cristianas, enamorada solamente del ramo de boj, del huevo rojo de Pascua, de las rosas deshojadas de Corpus y de los altares -siringas, acónitos, manzanillas-, del vástago de avellano coronado por una crucecita, bendecido en la misa de la Ascensión y plantado en los linderos del campo, al que protege del granizo. Una niñita prendada del pastel de cinco cuernos, cocido y comido el día de Ramos; de la «crepé» en Carnaval; del asfixiante olor de la iglesia, durante el mes de María.

Anciano sacerdote sin malicia que me distes la comunión, ¿pensabas que esa niña silenciosa, fijos los ojos en el altar, esperaba el milagro, el inaprensible movimiento del chal azul que ceñía a la Virgen? ¿Verdad? ¡Yo me comportaba de forma tan juiciosa! Es cierto que pensaba en milagros, pero... no los mismos que tú. Adormilada por el incienso de las cálidas flores, hechizada por el perfume mortuorio, la podredumbre almizclada de las rosas, yo vivía, bondadoso hombre, sin malicia, en un paraíso que no podías imaginar, poblado de mis dioses, de mis animales habladores, de mis ninfas y de mis sátiros. Y yo te escuchaba hablar de tu infierno, pensando en el orgullo del hombre que, por sus crímenes de un instante, inventó el eterno gehena. ¡Ah, cuánto tiempo hace!

Mi soledad, esta nieve de diciembre, este umbral de otro año, no me devolverán el escalofrío de antaño, cuando acechaba, durante la larga noche, el lejano estremecimiento, entreverado con los latidos de mi corazón, del tambor municipal, despertando con el día nuevo a la aldea dormida. Temía, llamaba, desde la profundidad de mi lecho de niña, a ese tambor en la noche helada, a eso de las seis, con una angustia nerviosa próxima al llanto, apretadas las mandíbulas, el vientre contraído. Sólo este tambor, y no las doce campanadas de la medianoche, daba para mí la brillante apertura del nuevo año, el advenimiento misterioso tras el cual el mundo entero jadeaba, suspendido al primer rran del viejo parche de mi aldea.

Pasaba, invisible en la oscura mañana, lanzando a las paredes su viva y fúnebre alboradilla, y detrás de él se reanudaba una vida, nueva y saltando hacia doce meses nuevos. Liberada, yo saltaba de mi cama con la vela, corría a las felicitaciones, los besos, los bombones, los libros con cantos dorados. Abría la puerta a los panaderos portadores de las cien libras de pan y hasta mediodía, grave, penetrada de una importancia comercial, daba a todos los pobres, los verdaderos y los falsos, el cantero de pan y la moneda que recibían sin humildad y sin gratitud.

Mañanas de invierno, lámpara roja en la oscuridad, aire inmóvil y áspero de antes de nacer el día, jardín adivinado en la oscura alba, disminuido, cubierto de nieve, abetos abrumados que dejabais resbalar, de hora en hora, el fardo de tus brazos negros, abanicazos de los pajarillos asustados, y sus juegos inquietos en medio de un polvo de cristal, más tenue, más lleno de lentejuelas que la irisada bruma de un surtidor. ¡Oh, inviernos todos de mi infancia, un día de invierno acaba de devolveros a mi recuerdo! Es mi rostro de antaño el que busco en este espejo ovalado, cogido con mano distraída, y no mi rostro de mujer, de mujer joven a la que pronto abandonará su juventud.

Hechizada aún por mi sueño, me sorprendo de haber cambiado, de haber envejecido, mientras soñaba. Con trémulo pincel, podría pintar, encima de este rostro, el de una lozana niña enmorenecida por el sol, sonrosada por el frío, unas mejillas elásticas que acababan en una esbelta barbilla, unas cejas móviles prestas a fruncirse, una boca cuyas astutas comisuras desmentía el breve labio ingenuo. ¡Ay, sólo es un instante! El adorable terciopelo del pastel resucitado se deshace y echa a volar. El agua oscura del espejito sólo retiene mi imagen que es igual, completamente igual a mí, señalada de ligeros arañazos, finalmente grabada en los párpados, en las comisuras de los labios, entre las obstinadas cejas. Una imagen que ni sonríe ni se entristece, y que murmura para sí solita:

«Hay que envejecer. No llores, no juntes unos dedos suplicantes, no te rebeles: hay que envejecer. Repítete estas palabras, no como grito de desesperación, sino como recordatorio de una partida necesaria. Mírame, mira tus parpados, tus labios, levanta los rizos de tus cabellos sobre las sienes: ya empiezas a alejarte de tu vida; no lo olvides: ¡hay que envejecer!»

«Aléjate lentamente, lentamente, sin lágrimas, no olvides nada. Llévate tu salud, tu alegría, tu atildamiento, el poco de bondad y justicia que te hizo la vida menos amarga; ¡no olvides! Vete engalanada, vete dulce, y no te detengas a lo largo del irresistible camino; en vano lo intentarías. ¡Hay que envejecer! Sigue el camino, tiéndete sólo para morir. Y cuando te tiendas a través de la vertiginosa cinta ondulada, si detrás de ti no dejaste, uno a uno, tus rizados cabellos ni tus dientes uno a uno, ni tus miembros usados uno a uno, si el eterno polvo no sació tus ojos de la luz maravillosa antes de tu última hora, si hasta el final has conservado en tu mano la mano amiga que te guía, tiéndete sonriendo, duerme dichosa, duerme privilegiada...»


La historia del niño

Charles Dickens

Hubo hace muchísimos años un viajero que salió de viaje. Era el suyo un viaje mágico; cuando lo empezó parecía que había de durar muchísimo tiempo, pero resultó cortísimo cuando llevaba hecho la mitad.

Viajó un ratito por un sendero bastante oscuro, sin encontrarse con nadie, hasta que, por último, tropezó con un hermoso niño. Y le preguntó:

-¿Qué haces aquí?

Y el niño le dijo:

-Estoy siempre jugando. Ven y juega conmigo.

Jugó, pues, con el niño durante todo el día y ambos estuvieron contentísimos. Todo cuanto veían era hermoso: el cielo muy azul, el sol muy brillante, el agua chispeaba, las hojas eran de un verde subido, se oía cantar a muchísimos pájaros y revolotear a muchísimas mariposas. Esto, cuando el tiempo era hermoso. Cuando llovía, disfrutaban contemplando cómo caían las gotas de agua y percibiendo los aromas nuevos. Cuando soplaba el viento, resultaba una delicia escuchar el ruido que hacía e imaginarse lo que hablaba, siempre que venía volando desde su casa... («¿Dónde estará la casa del viento?», se preguntaban el viajero y el niño.) Venía silbando y bramando, empujaba delante de él las nubes, hacía que se doblasen los árboles, retumbaba en las chimeneas, hacía estremecerse la casa y que el mar rugiese furioso. Cuando mejor lo pasaban era cuando nevaba; nada les gustaba tanto como contemplar cómo caían rápidos y espesos, los copos blancos, igual que el plumón desprendido de los pechos de millones de pájaros blancos; y lo profunda y suave que era la capa de nieve, y el silencio que reinaba por todas las carreteras y los senderos.

Disponían de abundante provisión de los juguetes más bonitos del mundo y de los libros ilustrados más maravillosos, llenos de relatos de cimitarras, babuchas, turbantes, enanos, gigantes, genios, hadas, barba azules, tallos de judías, tesoros, cavernas, bosques, Valentinos y Orsones; todos los relatos eran nuevos y todos verdaderos.

Pero cierto día el viajero perdió de improviso al niño. Lo llamó una y otra y otra vez, pero no obtuvo respuesta. En vista de lo cual siguió su camino y avanzó algún tiempo sin encontrar a nadie, hasta que por último tropezó con un hermoso muchacho. Entonces el viajero le dijo:

-¿Qué haces aquí?

Y el muchacho le dijo:

-Estoy siempre estudiando. Ven y estudia conmigo.

Y estudió en compañía del muchacho lo referente a Júpiter y Juno, las cosas de los griegos y de los romanos y yo no sé cuántas cosas más; aprendió mucho más de cuanto yo podría decir... y también de lo que él podría decir, porque muy pronto se olvidó de la mayor parte de lo estudiado. Pero no pasaban todo el tiempo estudiando, porque jugaban a los más alegres juegos conocidos. En verano remaban en el río y en invierno patinaban sobre el hielo; caminaban mucho a pie y mucho a caballo; jugaban mucho al criquet y a los diversos juegos de pelota; al rescatado, a la liebre y los perros, a seguir al jefe y a muchísimos más deportes que los que yo soy capaz de imaginar; nadie podía vencerlos. Tenían también vacaciones, y pasteles de Reyes, y reuniones en las que bailaban hasta la medianoche, y teatros auténticos en los que veían surgir del fondo de la tierra palacios de oro y de plata de verdad, y contemplaban de una vez todas las maravillas del mundo. En cuanto a tener amigos, los tenían tan queridos y tan numerosos, que no los cuento por falta de tiempo. Todos ellos eran jóvenes, como el hermoso muchacho, y se habían prometido una amistad que duraría toda la vida.

Sin embargo, cierto día, en medio de aquellos placeres, el viajero perdió de vista al muchacho, lo mismo que había perdido al niño, y, después de llamarle en vano, siguió su viaje. Caminó algún tiempo sin encontrar a nadie, hasta que por fin tropezó con un mozo. Y le preguntó:

-¿Qué haces aquí?

Y el mozo le contestó:

-Ando siempre haciendo el amor. Ven y enamórate como yo.

Y el viajero se marchó con aquel mozo, y poco después se encontraron con una de las mozas más lindas que se vieron jamás (parecidísima a Fanny, la de aquel rincón), porque tenía los mismos ojos de Fanny, y los cabellos de Fanny, y lunares como los de Fanny, y se reía, poniéndose colorada, lo mismo que se está poniendo Fanny ahora que hablo de ella. El mozo se enamoró en el acto..., lo mismísimo que una persona (cuyo nombre no quiero dar ahora) se enamoró de Fanny la primera vez que vino a esta casa. Pues bien: el viajero pasaba a veces rabietas (como las pasa quien yo me sé por culpa de Fanny) y hasta en ocasiones se peleaban..., igualito que se peleaban quien yo me sé y Fanny; pero hacían las pases, y se sentaban en la oscuridad, y se escribían cartas todos los días, y no eran felices cuando estaban separados, y se buscaban el uno al otro constantemente, aunque fingían lo contrario, y se comprometieron durante las Pascuas de Navidad, y se sentaron muy juntos cerca del fuego, y pronto iban a casarse..., lo mismito, lo mismito que quien yo me sé y Fanny.

Pero cierto día, el viajero los perdió de vista, igual que había perdido a los demás amigos suyos; después de gritarles que volviesen, sin que volvieran, aquél siguió su camino. Y fue caminando, caminando, sin encontrarse con nadie, hasta que por último tropezó con un caballero de mediana edad. Y le preguntó al caballero:

-¿Qué haces aquí?

Y la respuesta fue:

-Ando siempre atareado. Ven y ataréate conmigo.

El viajero empezó a estar muy atareado, lo mismo que aquel caballero, y juntos se fueron por el bosque. Todo su camino lo hicieron por el bosque; este era al principio luminoso y verde, como los bosques en primavera; pero luego empezó a volverse tupido y oscuro, como los bosques en el verano; algunos arbolitos, que fueron los primeros en echar hojas, se estaban ya poniendo amarillos. El caballero no estaba solo, sino que tenía asimismo una señora casi de su misma edad, que era su esposa; y tenían hijos, que también vivían con ellos. Fueron, pues, todos juntos por el bosque, cortando árboles y abriendo senderos por entre las ramas y las hojas caídas, cargados de leña y trabajando con ahínco.

A veces llegaban a una avenida larga y verde que desembocaba en bosques más profundos todavía. Entonces oían una vocecita que gritaba desde lejos: «¡Padre, padre, yo soy otro hijo! ¡Espérame!», y en seguida veían aparecer una figura pequeña, que se iba agrandando a medida que avanzaba para acercarse a ellos corriendo. Y cuando los alcanzaba, le rodeaban todos, le besaban y daban la bienvenida, y seguían todos juntos adelante.

A veces llegaban a un punto del que arrancaban varias avenidas al mismo tiempo, y entonces se quedaban silenciosos, y uno de los hijos decía:

-Padre, yo me voy al mar.

Y otro:

-Padre, yo me voy a la India.

Y otro:

-Padre, yo me voy a buscar fortuna donde pueda.

Y otro:

-Padre, yo me voy al Cielo.

Y, después de despedirse con muchas lágrimas, marchaba cada cual, solitario, por una avenida distinta, menos el niño que iba al Cielo, porque este se elevaba por el aire dorado y desaparecía.

En todas estas separaciones, el viajero miraba al caballero y lo veía levantar los ojos al cielo, por encima de los árboles; y el día empezaba a declinar y se anunciaba el ocaso. Advertía también que el cabello del caballero se iba volviendo blanco. Pero no les era posible detenerse mucho, porque tenían que cumplir su jornada y necesitaban estar siempre atareados. Y hubo tantas despedidas, que ya no quedó ningún hijo; y el viajero, el caballero y su esposa siguieron juntos su camino. Pero ya el bosque era amarillo, y hasta las hojas de los grandes árboles empezaron a caer.

Y llegaron a una avenida que era más oscura que las demás, y seguían adelante en su camino sin mirar hacia aquella; pero en ese momento la señora se detuvo y dijo:

-Esposo mío, me llaman.

Se pusieron a escuchar y oyeron una voz que gritaba desde muy lejos en aquella avenida:

-¡Madreee, madreee!

Era la voz del primero de los hijos que había dicho: «Yo me voy al Cielo». Y el padre dijo ahora:

-Todavía no, por favor. La noche está ya muy cerca. ¡Todavía no!

Pero la voz llamaba: «¡Madreee, madreee!», sin hacer caso de lo que él decía, aunque su cabello estaba ya completamente blanco y las lágrimas surcaban sus mejillas.

Entonces la madre, que se sentía arrastrada hacia la sombra de la oscura avenida y empezaba a ir por ella, sin soltar los brazos que tenía echados al cuello del caballero, besó a este y le dijo:

-Amor mío, me llaman y no puedo menos de ir -y desapareció.

El viajero y el caballero quedaron solos.

Siguieron adelante juntos, hasta que llegaron muy cerca del límite del bosque; tan cerca, que podían distinguir cómo el sol se volvía rojo y brillaba por entre los árboles.

También ahora, mientras se abría camino por entre las ramas, el viajero perdió a su amigo. Lo llamó y volvió a llamar, pero no obtuvo contestación; y cuando salió del bosque y vio cómo el sol se ponía tranquilamente, en un ancho horizonte teñido de púrpura, tropezó con un anciano que estaba sentado sobre el tronco de un árbol caído. Y le dijo al anciano:

-¿Qué haces aquí?

Y el anciano le contestó con una serena sonrisa:

-Vivo con mis recuerdos. Ven y recuerda en mi compañía.

El viajero se sentó junto al anciano, de cara al sereno crepúsculo; y en ese momento todos sus amigos se le acercaron sin hacer ruido y lo rodearon. El precioso niño, el hermoso muchacho, el mozo enamorado, el padre, la madre y los hijos; todos estaban allí, y el viajero no había perdido a ninguno. Y los quiso a todos, y se mostró cariñoso y condescendiente con todos, gozó siempre con mirarlos a todos, y todos ellos lo respetaron y lo amaron.

-Yo creo, querido abuelito, que aquel viajero sois vos mismo, porque así os portáis vos con nosotros y así es como nosotros os correspondemos.


Cuento de Nochebuena

Rubén Darío

El hermano Longinos de Santa María era la perla del convento. Perla es decir poco, para el caso; era un estuche, una riqueza, un algo incomparable e inencontrable: lo mismo ayudaba al docto fray Benito en sus copias, distinguiéndose en ornar de mayúsculas los manuscritos, como en la cocina hacía exhalar suaves olores a la fritanga permitida después del tiempo de ayuno; así servía de sacristán, como cultivaba las legumbres del huerto; y en maitines o vísperas, su hermosa voz de sochantre resonaba armoniosamente bajo la techumbre de la capilla. Mas su mayor mérito consistía en su maravilloso don musical; en sus manos, en sus ilustres manos de organista. Ninguno entre toda la comunidad conocía como él aquel sonoro instrumento del cual hacía brotar las notas como bandadas de aves melodiosas; ninguno como él acompañaba, como poseído por un celestial espíritu, las prosas y los himnos, y las voces sagradas del canto llano.

Su eminencia el cardenal -que había visitado el convento en un día inolvidable- había bendecido al hermano, primero, abrazándole enseguida, y por último diciéndole una elogiosa frase latina, después de oírle tocar. Todo lo que en el hermano Longinos resaltaba, estaba iluminado por la más amable sencillez y la más inocente alegría. Cuando estaba en alguna labor, tenía siempre un himno en los labios, como sus hermanos los pajaritos de Dios. Y cuando volvía, con su alforja llena de limosnas, taloneando a la borrica, sudoroso bajo el sol, en su cara se veía un tan dulce resplandor de jovialidad, que los campesinos salían a las puertas de sus casas, saludándole, llamándole hacia ellos: «¡Eh!, venid acá, hermano Longinos, y tomaréis un buen vaso...». Su cara la podéis ver en una tabla que se conserva en la abadía; bajo una frente noble dos ojos humildes y oscuros, la nariz un tantico levantada, en una ingenua expresión de picardía infantil, y en la boca entreabierta, la más bondadosa de las sonrisas.

Avino, pues, que un día de Navidad, Longinos fuese a la próxima aldea...; pero ¿no os he dicho nada del convento? El cual estaba situado cerca de una aldea de labradores, no muy distante de una vasta floresta, en donde, antes de la fundación del monasterio, había cenáculos de hechiceros, reuniones de hadas, y de silfos, y otras tantas cosas que favorece el poder del Bajísimo, de quien Dios nos guarde. Los vientos del cielo llevaban desde el santo edificio monacal, en la quietud de las noches o en los serenos crepúsculos, ecos misteriosos, grandes temblores sonoros..., era el órgano de Longinos que acompañando la voz de sus hermanos en Cristo, lanzaba sus clamores benditos. Fue, pues, en un día de Navidad, y en la aldea, cuando el buen hermano se dio una palmada en la frente y exclamó, lleno de susto, impulsando a su caballería paciente y filosófica:

-¡Desgraciado de mí! ¡Si mereceré triplicar los cilicios y ponerme por toda la viada a pan y agua! ¡Cómo estarán aguardándome en el monasterio!

Era ya entrada la noche, y el religioso, después de santiguarse, se encaminó por la vía de su convento. Las sombras invadieron la Tierra. No se veía ya el villorrio; y la montaña, negra en medio de la noche, se veía semejante a una titánica fortaleza en que habitasen gigantes y demonios.

Y fue el caso que Longinos, anda que te anda, pater y ave tras pater y ave, advirtió con sorpresa que la senda que seguía la pollina no era la misma de siempre. Con lágrimas en los ojos alzó estos al cielo, pidiéndole misericordia al Todopoderoso, cuando percibió en la oscuridad del firmamento una hermosa estrella, una hermosa estrella de color de oro, que caminaba junto con él, enviando a la tierra un delicado chorro de luz que servía de guía y de antorcha. Diole gracias al Señor por aquella maravilla, y a poco trecho, como en otro tiempo la del profeta Balaam, su cabalgadura se resistió a seguir adelante, y le dijo con clara voz de hombre mortal: «Considérate feliz, hermano Longinos, pues por tus virtudes has sido señalado para un premio portentoso.»

No bien había acabado de oír esto, cuando sintió un ruido, y una oleada de exquisitos aromas. Y vio venir por el mismo camino que él seguía, y guiados por la estrella que él acababa de admirar, a tres señores espléndidamente ataviados. Todos tres tenían porte e insignias reales. El delantero era rubio como el ángel Azrael; su cabellera larga se esparcía sobre sus hombros, bajo una mitra de oro constelada de piedras preciosas; su barba entretejida con perlas e hilos de oro resplandecía sobre su pecho; iba cubierto con un manto en donde estaban bordados, de riquísima manera, aves peregrinas y signos del zodiaco. Era el rey Gaspar, caballero en un bello caballo blanco. El otro, de cabellera negra, ojos también negros y profundamente brillantes, rostro semejante a los que se ven en los bajos relieves asirios, ceñía su frente con una magnífica diadema, vestía vestidos de incalculable precio, era un tanto viejo, y hubiérase dicho de él, con sólo mirarle, ser el monarca de un país misterioso y opulento, del centro de la tierra de Asia. Era el rey Baltasar y llevaba un collar de gemas cabalístico que terminaba en un sol de fuegos de diamantes. Iba sobre un camello caparazonado y adornado al modo de Oriente. El tercero era de rostro negro y miraba con singular aire de majestad; formábanle un resplandor los rubíes y esmeraldas de su turbante. Como el más soberbio príncipe de un cuento, iba en una labrada silla de marfil y oro sobre un elefante. Era el rey Melchor. Pasaron sus majestades y tras el elefante del rey Melchor, con un no usado trotecito, la borrica del hermano Longinos, quien, lleno de mística complacencia, desgranaba las cuentas de su largo rosario.

Y sucedió que -tal como en los días del cruel Herodes- los tres coronados magos, guiados por la estrella divina, llegaron a un pesebre, en donde, como lo pintan los pintores, estaba la reina María, el santo señor José y el Dios recién nacido. Y cerca, la mula y el buey, que entibian con el calor sano de su aliento el aire frío de la noche. Baltasar, postrado, descorrió junto al niño un saco de perlas y de piedras preciosas y de polvo de oro; Gaspar en jarras doradas ofreció los más raros ungüentos; Melchor hizo su ofrenda de incienso, de marfiles y de diamantes...

Entonces, desde el fondo de su corazón, Longinos, el buen hermano Longinos, dijo al niño que sonreía:

-Señor, yo soy un pobre siervo tuyo que en su convento te sirve como puede. ¿Qué te voy a ofrecer yo, triste de mí? ¿Qué riquezas tengo, qué perfumes, qué perlas y qué diamantes? Toma, señor, mis lágrimas y mis oraciones, que es todo lo que puedo ofrendarte.

Y he aquí que los reyes de Oriente vieron brotar de los labios de Longinos las rosas de sus oraciones, cuyo olor superaba a todos los ungüentos y resinas; y caer de sus ojos copiosísimas lágrimas que se convertían en los más radiosos diamantes por obra de la superior magia del amor y de la fe; todo esto en tanto que se oía el eco de un coro de pastores en la tierra y la melodía de un coro de ángeles sobre el techo del pesebre.

Entre tanto, en el convento había la mayor desolación. Era llegada la hora del oficio. La nave de la capilla estaba iluminada por las llamas de los cirios. El abad estaba en su sitial, afligido, con su capa de ceremonia. Los frailes, la comunidad entera, se miraban con sorprendida tristeza. ¿Qué desgracia habrá acontecido al buen hermano?

¿Por qué no ha vuelto de la aldea? Y es ya la hora del oficio, y todos están en su puesto, menos quien es gloria de su monasterio, el sencillo y sublime organista... ¿Quién se atreve a ocupar su lugar? Nadie. Ninguno sabe los secretos del teclado, ninguno tiene el don armonioso de Longinos. Y como ordena el prior que se proceda a la ceremonia, sin música, todos empiezan el canto dirigiéndose a Dios llenos de una vaga tristeza... De repente, en los momentos del himno, en que el órgano debía resonar... resonó, resonó como nunca; sus bajos eran sagrados truenos; sus trompetas, excelsas voces; sus tubos todos estaban como animados por una vida incomprensible y celestial. Los monjes cantaron, cantaron, llenos del fuego del milagro; y aquella Nochebuena, los campesinos oyeron que el viento llevaba desconocidas armonías del órgano conventual, de aquel órgano que parecía tocado por manos angélicas como las delicadas y puras de la gloriosa Cecilia...

El hermano Longinos de Santa María entregó su alma a Dios poco tiempo después; murió en olor de santidad. Su cuerpo se conserva aún incorrupto, enterrado bajo el coro de la capilla, en una tumba especial labrada en mármol.

Ilusión y ceniza

Gonzalo García Almansa

Relato de la selección de cuentos de Navidad del concurso de Zenda Libros 2018-19

He observado que los copos blancos de nieve caen como ceniza sobre el asfalto. Con el tiempo se vuelven grises como el hormigón de la ciudad. También he visto que el papel de regalo se rompe, se arruga y se tira a la basura en cuanto se descubre la sorpresa. Luego, no se sabe nada más de él. A mí, sin embargo, lo que más me gusta de los regalos es el papel. El papel contiene infinitas posibilidades, a veces incluso contiene un mundo entero.

Hoy es cinco de enero y, al pasar por la puerta de la iglesia, la anciana de mirada arenosa que pide limosna en la puerta nos ha sonreído con sus dientes amarillentos. Ella no lo sabe, pero le hemos comprado un regalo. Lo hemos hecho porque cada vez que pasamos por allí nos sonríe; por eso, y porque nadie debería quedarse sin regalos la noche de reyes.

Lo primero que pensé fue hacerle una tarta de queso porque me sale riquísima y seguro que le encantaba. Juan planteó comprarle un abrigo para que sustituyera el que siempre lleva puesto, lleno de pelotillas y suciedad; incluso pensamos la posibilidad de regalarle un libro de fantasía en el que pudiera refugiarse hiciera el frío que hiciera. Lo cierto es que nos ha costado mucho decidirnos, pero al final los niños escogieron un regalo mucho mejor: una souvenir navideño en forma de esfera. Si la agitas empieza a nevar dentro de ella. Me encanta. Lo mejor es que su nieve es siempre blanca. Lo he envuelto en el mejor papel de regalo y mañana, cuando pasemos por su lado, se lo daremos.

La noche de reyes transcurre lentamente, copo a copo. Es como si el manto de estrellas que vemos sobre nosotros estuviera cayendo sobre la ciudad llenándola de magia. Cuando me levanto la nieve ya ha dejado de caer. El sol es una pequeña luz incipiente en el horizonte y su calor tenue se ve difuminado por la niebla, un capa gris que cubre la ciudad.

Los niños corretean por casa con sus juguetes nuevos. Su mirada llena de fantasías da vida a todo lo que observan.

-Esta noche he visto a Melchor, Mamá. Cuando me he levantado a beber agua he visto su capa.

Salimos para sumergirnos en la nebulosa. Ya veo la iglesia y la mujer nos sonríe desde la distancia. Cuando llegamos a su altura los niños le tienden el regalo. "Es para ti", le dicen.

Emocionada, nos abraza y nos besa las mejillas coloradas por el frío.

-Si no os importa lo guardaré así mismo -Nos dice.- Así siempre tendré un regalo por abrir y cada vez que lo vea podré acordarme de este día de reyes.

-Claro, lo bueno es que si no lo abres puede ser cualquier cosa. -contesto yo.

Nos alejamos de allí, los niños siguen jugando.

-Mamá, ahora entiendo cuando dices que lo más importante de un regalo es el papel. -dicen emocionados.